Autoridades hipervaloradas y abusos: acoso y malas costumbres jerárquicas en nuestra sociedad
29.05.2018
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29.05.2018
¿Cómo enseñar que el respeto no es sumisión? Esta pregunta es clave si queremos combatir los abusos sexuales y de poder en el largo plazo, según explica en esta columna de opinión Macarena Valenzuela, investigadora del Centro de Información para la Democracia de la Universidad de Concepción. La autora señala que la “inusitada ola de denuncias y manifestaciones” contra este tipo de abusos –en la iglesia, las universidades o los medios de comunicación–, se rebelan contra un factor común: “La (mala) costumbre de mantener relaciones interpersonales desiguales que validan una autoridad de manera pasiva”. Valenzuela ejemplifica: “Sea jefe, profesor o sacerdote, las relaciones jerárquicas contienen un ejercicio simbólico de dominación en la que es difícil escapar si no se adquiere la consciencia necesaria”.
Chile se enfrenta a una inusitada ola de denuncias y manifestaciones por abusos sexuales y de poder. Las protestas y marchas del último tiempo, han mostrado la indignación de mujeres y hombres ante los casos conocidos en la iglesia, las universidades o los medios de comunicación. Esta explosión social muestra además un despertar individual de muchas personas que se rebelan ante las estructuras machistas impuestas desde hace mucho tiempo en el país. Más allá de las explicaciones vinculadas a los movimientos feministas –a los que yo adhiero-, hay otro elemento mucho más de fondo que contiene este movimiento: la idea de romper con las malas costumbres jerárquicas en nuestra sociedad.
¿A qué me refiero con ésto? Simplemente que estos movimientos ayudarán a quebrar con la (mala) costumbre de mantener relaciones interpersonales desiguales que validan una autoridad de manera pasiva, sino casi de manera inconsciente. En efecto, cuando una sociedad es segmentada y jerarquizada como la nuestra, la autoridad y jerarquía puede presentarse de distintas maneras en la vida cotidiana de las personas. Sea jefe, profesor o sacerdote, las relaciones jerárquicas contienen un ejercicio simbólico de dominación en la que es difícil escapar si no se adquiere la consciencia necesaria de lo que puede llegar a significar.
Desde mi punto de vista existen tres elementos fundamentales para comprender por qué y cómo estas costumbres jerárquicas han sido la puerta de entrada a los ejercicios de dominación y, consecuentemente, a los abusos que hoy nos indignan.
En primer lugar, porque en nuestro país buena parte de las interacciones entre las personas son mediadas por una relación asimétrica de poder. No existe una autoridad o dominador sin un dominado. Es decir -tal como lo señalaron tanto Weber como Kojève- para que una autoridad sea legítima es necesario que la persona renuncie a la posibilidad de oposición frente al agente ejecutor de poder. Aquello se observa en las relaciones jerárquicas de nuestro país, sea en la iglesia, la oficina, la universidad o dentro de la familia, muchas personas -particularmente mujeres, niños y niñas- viven en una relación sustentada en un tipo de obediencia que nubla su propia opinión e inmoviliza su propia acción.
En segundo lugar, porque esa relación asimétrica tiene elementos que provocan que las personas asuman las jerarquías de manera inconsciente y pasiva. Cuando las personas son inconscientes de esos patrones, se genera el peligro de la satisfacción hacia la obediencia, producto de las representaciones mentales adquiridas implícitamente por las personas. Como lo señala Kojève, estas representaciones pueden satisfacer la necesidad de una figura paternal (Dios, padre, madre, hermana (o), familiar, etc) que otorgue protección, la necesidad de prevenir lo desconocido a través de la guía de un jefe que tenga la capacidad y el conocimiento para ello. La necesidad de justicia y equidad representadas en personas que actúan como tal o ejerzan la justicia, o simplemente a causa de la necesidad que tienen las personas de sobrevivir a situaciones críticas en la vida. Luego, estos diferentes tipos de necesidades implícitos, se desvirtúan en una representación personal de “autoridad” que incluso puede justificar inconscientemente el sometimiento y/o acciones que chocan contra la propia voluntad. Lo último es uno de los puntos primordiales para comprender la razón de las denuncias tardías para los casos de abusos sexuales y de poder. Las personas no salen inmediatamente de la trampa de la relación asimétrica, pues antes deben comenzar con un proceso consciente que permita al individuo caer en cuenta de la valoración desmedida que se le estaba asignando a esa autoridad.
Un tercer punto para comprender porqué las relaciones de dominación se convierten en abusos, es la incapacidad de las instituciones u organizaciones –eminentemente jerárquicas- para hacer frente a las denuncias de las víctimas. Esta incapacidad, provoca vacíos relacionales que, por una parte, impiden establecer redes de apoyo horizontal y, por otra parte, facilitan la aparición de personas que se aprovechan de la vulnerabilidad de las víctimas y la ceguera de quienes los rodean. Cuando las instituciones demoran, las víctimas terminan viviendo otro duelo emocional, tan o más dañino que el primero. En nuestro país, por ejemplo, las víctimas de Karadima demoraron mucho tiempo para que la iglesia tomara algún tipo acción ante lo ocurrido. Ocho años de martirio por ver la inacción de las instituciones y la omisión de muchas personas de su alrededor que estaban en conocimiento de lo que sucedía. En definitiva, si se revisa las denuncias de abuso sexual y/o de poder, nos podemos dar cuenta de que la mayoría provienen de instituciones con estructuras organizacionales jerárquicas y rígidas. Evidentemente, este tipo de estructura y sus prácticas deberían entrar a revisión.
En conclusión, se hace muy necesario romper tanto con las costumbres jerárquicas de nuestra sociedad como con la inconsciencia de autoridades hipervaloradas que nosotros mismos representamos en nuestras mentes. Para ello es importante tener a la educación como la llave de un mejor futuro. Ahora bien, digo educación no sólo como formación escolar, sino también como medidas que provengan de toda la sociedad. ¿Qué problema existe en que un niño o niña trate por su nombre a un adulto o profesor? ¿Cómo enseñar que el respeto no es sumisión? ¿Cómo adecuar nuestro lenguaje jerárquico a uno más fraterno? ¿Cómo integrar las emociones de las víctimas en la forma y fondo de la respuesta institucional?
Chile debe estar activo y alerta ante cualquier circunstancia de vulneración. Desde la conversación en la sobremesa hasta la educación más formal, debemos ser capaces de formar un pensamiento crítico tanto en nuestros hijos como de quienes los rodean. La responsabilidad sigue ahí, en nosotros. Debemos buscar la manera de tomar consciencia de nuestras vulnerabilidades implícitas frente a una sociedad que se ha construido jerárquica e inequitativamente. Si se consigue habremos encontrado la fórmula para avanzar -al menos en parte- al desarrollo pleno de las personas.