Propuesta constitucional: Colapso normativo a un año plazo
07.11.2023
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07.11.2023
Hoy se le ha hecho entrega formal al presidente Gabriel Boric del trabajo elaborado por el Consejo. En columna para CIPER, un ex ministro del Tribunal Constitucional entrega un análisis detallado del texto a plebiscitarse en diciembre. Y, entre varias prevenciones, advierte: «La propuesta es un arsenal a favor de la judicialización de toda la Constitución».
La propuesta de Nueva Constitución (NC) ofrece una discusión a dos velocidades. Una es electoral, sumamente ágil y breve; y se centrará en el mayor o menor carácter partisano, conservador, neoliberal o social del texto, y en el efecto que tiene mantener la Constitución ahora vigente. Allí residen las razones del voto de la enorme mayoría, pues eso remece la voluntad política. Pero hay otra discusión, más lenta y de difícil deliberación, que reside en el efecto del borrador de NC sobre la ruptura con el ordenamiento antiguo. Allí veremos el problema de las fuentes del Derecho y la transición explicado en sus efectos prácticos en múltiples áreas.
Lo cierto es que el resultado del trabajo del Consejo Constitucional no producirá la certeza tan esperada para el país por el efecto de tres procesos conjuntos: a) nueva regulación de la diada ley y potestad reglamentaria (especialmente, en derechos fundamentales); b) ampliación de la presión institucional sobre el Congreso; y c) una transición mal concebida en los casos de las normas infralegales y de todas aquellas materias que hoy están reguladas por reglamentos que pasarían a ser materias de ley.
Todo lo anterior construye un Derecho irracional, y, de aprobarse y constituirse en la Constitución que nos rija en los próximos años, producirá colapso normativo en algunos sectores del ordenamiento, debido a un mal diseño normativo, cuyos alcances se detallan a continuación.
Un Derecho razonable se apoya en la estructura triplemente armónica de una Constitución como regla del juego, una ley marco para cada asunto, y unos reglamentos que permiten darle viabilidad a todos los mandatos de la ley. Cuando ese equilibrio se altera tenemos problemas, que es lo que sucede con las constituciones detallistas y cuasilegislativas; cuando las leyes son medidas específicas propias de la administración y cuando los reglamentos son verdaderas innovaciones que exceden la ley.
La propuesta de NC rompe doblemente ese equilibrio. Primero, por su extensión normativa desmedida y por su incursión en políticas legislativas variadas. Pero el equilibrio más relevante que rompe está en los impedimentos que pone al legislador y en la prohibición reglamentaria sobre materias claves del ordenamiento. El texto omite, pero no prohíbe, la vigente potestad reglamentaria autónoma del Presidente, y cambia la potestad reglamentaria de ejecución de las leyes por la «implementación» de estas (art. 100 letra l). ¿Puedo regular algo nuevo en la implementación de la ley que resulte necesario para su aplicación?
En la vereda opuesta, la ley parece ser la norma de clausura del ordenamiento, entendido como la única vía por la cual se puede cambiar la realidad. Aquí el reglamento solo cabe para precisar procedimientos y requisitos que ya deben venir delineados en lo esencial por la propia ley. Esto implica que las materias de ley no son solo ese listado sino que «toda otra norma de carácter general y obligatorio que establezca las bases esenciales de un ordenamiento jurídico» (art. 74, letra s).
Si bien la propia Constitución identifica algunas leyes de bases en materia laboral, sindical, previsional, de seguridad social, de procedimientos administrativos y generales a todo asunto innominado (art. 74 literales b, g y s), en materia de derechos incluye una regla que ya estaba en el artículo 23: que solo por ley se pueden «limitar» y «restringir» los derechos y libertades fundamentales establecidos en esta Constitución» (art. 74, letra r). Así, los derechos y libertades fundamentales tienen un nuevo régimen de límites: por un lado, límites sustanciales sostenidos en que no se afecte su contenido esencial (art. 23.3); y, por otro, que la restricción sea razonable y justificable en una sociedad democrática (art. 23.2). Pero la restricción central al legislador es que «solo la ley podrá limitar o restringir el ejercicio de los derechos fundamentales» (art. 23.1).
Para quienes enseñamos Derecho constitucional los límites sustanciales son parte de una discusión cotidiana en lo interpretativo. ¿Es censura previa la norma que establece el negacionismo de determinados hechos como delito? ¿Tienen los colegios privados derecho a seleccionar alumnos frente al «derecho preferente de los padres de elegir el tipo de educación y su establecimiento de enseñanza» (art. 16.23.b)? ¿Una administradora de fondos de pensiones estatal (art. 16.28.c), por su mera actividad administradora, en los hechos no ejerce una supervigilancia de la actividad de las otras administradoras privadas (art. 16.32.c)? ¿Puede imponerse una consignación previa como requisito para que se ejerza el derecho de reunión en lugares de uso público para hacer frente a daños eventuales?
Son miles de preguntas, que derivan en la relevancia que tienen los jueces a la hora de resolverlas. Pero hay un límite aparentemente más sencillo: el formal. ¿Hay ley previa y habilitante para restringir una libertad o un derecho?
Aquí el Derecho razonable demuestra severas fisuras. La Constitución vigente establece que las reuniones en lugares de uso público o las manifestaciones de cualquier signo se regulan por «las disposiciones generales de policía» (art. 19, numeral 13 de la Constitución), y si bien hay alguna norma legal (art. 4 LOC Gobierno Regional) la estructura básica de esa regulación reside en el Decreto Supremo 1086 del Ministerio del Interior, que permite los avisos anticipados, las reglas sobre organizadores y todo el debate sobre la autorización misma de la reunión. Es Derecho razonable impedir por la vía legal algunas reuniones mediante restricciones razonables propias de una sociedad democrática, respetando su contenido esencial al someterla a requisitos. Pero con la aprobación de la Constitución no hay ley y opera directamente la Constitución. Estamos todos de acuerdo en regularla, pero, al no haber ley, la calle está libre y el Derecho consagrado le permite ocuparla ilimitadamente. Con justicia se puede decir que este era el único ejemplo de un derecho regulado por normas administrativas.
Hoy hay normas administrativas que «limitan» o «restringen» derechos y libertades porque ejecutan una ley. A partir de esta Constitución eso está impedido porque solo la ley debe regularlo. Lo que parece aceptable en abstracto debe enjuiciarse en lo práctico.
Pocas cosas limitan más los derechos que las normas urbanísticas. ¿Por qué no puedo construir imponiendo vistas o tapando la luz del sol a mi vecino desde mi casa? Porque la Ordenanza General de Urbanismo y Construcción lo regula. Una norma administrativa. ¿Por qué no puedo construir en mi terreno una casa de cuatro pisos? Porque el Plano Regulador de mi comuna o el Plano Intercomunal lo impiden. Normas administrativas.
Mi libertad de movimiento depende del otorgamiento de licencias de conducir de todo tipo de vehículos y de la revisión técnica del auto. Los requisitos para el otorgamiento de la licencia y el estándar de revisión del auto se definen mediante normas reglamentarias o técnicas. Una licencia es el medio que me permite trabajar o emprender en una empresa. Limita estructuralmente la actividad, y no es lógico que la ley lo regule en cada oportunidad y respecto de cada tipo de vehículo. Las normas de tránsito decaerán.
Suma y sigue. Todas las ordenanzas municipales y normativas regionales son infralegales (art. 150), y el gobierno regional (art. 131) y el concejo municipal (art. 139) carecen de autonomía normativa, debiendo ejecutar leyes y Constitución. Demasiados asuntos dependen de estas normas (concesiones, permisos, licencias, uso de bienes nacionales de uso público, etc.) y los reclamos de ilegalidad están todos disponibles.
Toda la normativa de las superintendencias en materia de educación, del régimen laboral, financiero, servicios eléctricos y sanitarios y de sectores completos del ordenamiento pasan a estar en riesgo inmediato por no existir ninguna transición normativa en reglamentos (salvo las DT 33 y 35, sobre reglamentos del Congreso y reglas de uso de la fuerza). Los principales reglamentos sobre alimentos, higiene y seguridad, salud o estándares ambientales están en severo riesgo, porque resulta claro que es interpretable que limitan un derecho o una libertad.
Esto remece el ordenamiento, por una transición que solo se preocupa del principio de continuidad de las leyes vigentes (DT 2) y no del sentido expreso de las normas infralegales, que articula un derecho razonable que, aunque diga “normativa” se refiere a asuntos sobre los cuales ni el Congreso ni el TC tienen competencia. La única manera de resolver este error es dotando a los tribunales ordinarios de poder derogatorio orgánico o tácito sobre estas normas infralegales, cuestión que va en el sentido contrario al DT 2 y que incrementa la judicialización.
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La NC es un arsenal a favor de la judicialización de toda la Constitución. Incluso bajo la pretensión de impedirlo torpemente en derechos sociales (art. 25), es una invitación completa a que el batallón de operadores jurídicos lo haga directamente desde la Constitución. Solo un ejemplo: el art. 213.2 dispone que los «procedimientos de evaluación ambiental serán de carácter técnico…». Hoy es parte de dicha evaluación el Comité de diversos Ministros de Estado presidido por el Ministerio de Medio Ambiente; esto es, un organismo político y no técnico. Si bien hay una disposición transitoria que otorga un plazo de dos años para la adecuación de la institucionalidad ambiental, el aspecto queda inmediatamente abierto a la deliberación judicial. Esto para no citar los reiterados casos de salud y ahora de educación con esta propuesta.
Finalmente, el Congreso queda bajo estrés normativo. No solo debe tramitar más de 36 leyes para la transición constitucional, sino que también debe someterse a una reformulación de sí mismo, quedando en una especie de «corralito» institucional. La tramitación interna de la ley bajo control del Tribunal Constitucional, oyendo previa y obligatoriamente en la tramitación a más de diez organismos; su responsabilidad fiscal a la luz de la Oficina Parlamentaria de Finanzas Públicas y de Impacto Regulatorio; su impacto normativo sometido al Consejo de Evaluación de Leyes y Políticas Públicas: todos estos procedimientos configuran un desequilibrio a favor del Presidente de la República, quien tiene los incentivos para culpar al Congreso de la lentitud e ineficacia normativa. Todo ello se incrementa por cada ley que deba sortear el Congreso para resolver la restricción o limitación de un derecho fundamental, sin una moratoria jurídica bien diseñada.
No serán tiempos fáciles para el Congreso. La política constitucional se trasladará a los tribunales, con su guardián expreso del Tribunal Constitucional y su guardián oculto en los tribunales de Justicia dirigidos por la Corte Suprema en permanente colisión; uno aplicando la Constitución, y, el otro, el ordenamiento y los tratados bajo la convencionalidad. Responder sobre la certeza jurídica es hacerse cargo de la incertidumbre que el propio texto crea.