Periodismo y crisis climática global: la hora de poner fin a los eufemismos
02.09.2019
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02.09.2019
Por Patricio Segura
La crisis climática y ambiental a escala local y planetaria se cuela con fiereza, enfrentándonos al mayor desafío que haya vivido la humanidad en su historia común. Esa que se remonta a 70 mil años, cuando protagonizó la primera gran revolución: la cognitiva, con la aparición del lenguaje ficticio que dio el puntapié inicial a la historia. Cuando se instauró el traspaso intergeneracional del conocimiento simbólico[1]. Con esta habilidad a cuestas, que no es más que la cultura, el homo sapiens se dispersó más allá de los límites de África.
Es precisamente nuestra particular forma de percibir, interpretar y cambiar nuestro entorno, la que está siendo modificada por la emergencia climática. No son solo moléculas siguiendo otros derroteros, macrosistemas físicos y biológicos en un nuevo orden, son los paradigmas que nos han acompañado como especie desde la segunda gran revolución de hace 12 mil años: la agrícola. Aquella que nos sacó de la caza y la recolección, dejando atrás la práctica de movernos constantemente en búsqueda de alimento y cobijo, dependiendo de los ciclos de la naturaleza, de sus estaciones.
La agricultura cambió mentes y estructuras. La aclimatación de plantas y animales permitió asentamientos humanos permanentes y construcciones de mayor envergadura. Los excedentes de alimentos derivaron en el aumento de la población y profundizó la diferenciación de funciones: algunos se dedicaron al cultivo, dejando libres a otros y otras para elaborar herramientas, desarrollar la escritura, la espiritualidad, el reflexionar. La mayor jerarquización y comercio fueron parte de este proceso, junto a mucho del entramado simbólico que aún regula nuestras formas sociales.
Todo esto dicho en sencillo, por cierto.
Hoy, la crisis climática está generando nuevos cambios. En todos los rincones nuestra forma de vivir está siendo profundamente modificada.
En los últimos días, en Puerto Tranquilo (en la Patagonia), Viña del Mar (en el litoral) y Santiago (en la zona central), espontáneos diálogos con hombres y mujeres no vinculados al mundo socioambiental han vuelto sobre lo mismo: los anuncios y, más aún, las señales de cambio ambiental en nuestros entornos, con pronósticos ciertos de aumentar y acelerarse en el futuro inmediato, no dejan espacio para la duda.
En abril de este año la presidenta de la 73ª Asamblea General de las Naciones, María Fernanda Espinosa, alertó sobre un tema fundamental. La cercanía del colapso global si no se toman medidas que detengan el aumento sistemático y sistémico de las temperaturas desde que se iniciara la época industrial (la cuarta gran revolución, la tercera fue la científica hace 500 años) a fines del siglo XVIII. “El cambio climático es una amenaza existencial. Nos quedan solo 11 años -de aquí al 2030- para limitar el calentamiento global a 1.5°C y así evitar catastróficas consecuencias humanitarias, económicas y medioambientales”, manifestó ante un auditorio reunido en La Habana.
Mantener a raya el aumento del calentamiento promedio entre 1,5º y 2º Celsius es el objetivo del Acuerdo de París, algo que no estamos logrando y que si todo sigue igual nos tendría en 2100 con 3,2ºC por sobre el 1800, junto a sus catastróficas consecuencias. Ya lo ha dicho Carlo Jaeger, presidente del Foro Climático Global con base en Alemania: los seres humanos nunca hemos vivido en un mundo con dos grados más de temperatura.
Hace unas semanas El Mundo de España informaba sobre la primera guerra del cambio climático. La competencia brutal, violenta, de diversas y numerosas tribus del norte del Sahara (en el África de Mali, Nigeria) ha dejado en estos últimos meses cientos de muertos, enfrentando agricultores con ganaderos nómades: los primeros protegiendo sus cosechas de la voracidad de los rebaños de los segundos, quienes no tienen otra forma de alimentar sus animales. La sequía y la falta de alimento, producto del desorden climático, es el principal motivo de este conflicto.
Lo que pareciera alejado e incluso exótico para sociedades occidentales altamente industrializadas, principales responsables del problema por sus emisiones a partir de la revolución industrial, en realidad no lo es. La ola de calor en el verano europeo es síntoma de aquello.
Hace pocos días París superó los 42ºC, récord histórico al traspasar la barrera de los 41ºC del 28 de julio de 1947, que había sido su máximo desde que existen registros. En 2003, con varios grados menos, en Francia murieron unas 15.000 personas por el calor, 70 mil en todo el continente.
Este fenómeno es coherente con la información entregada por el Instituto Alemán de Climatología de Potsdam: en los quinientos años que van desde el siglo XVI a la fecha, los cinco veranos más calurosos de Europa están en el siglo XXI. En estos 19 años. Y los pronósticos son que la temperatura seguirá en aumento.
Este es un dato no menor, considerando que “estudios han demostrado que cuando la temperatura ambiente llega a 35ºC, y está acompañada de altos niveles de humedad, puede poner en riesgo a la salud. Si alcanza los 40ºC puede ser peligroso incluso con niveles bajos de humedad”, alerta un artículo de la BBC.
Llegado un momento, muchas ciudades serán inhabitables.
Debido al efecto Isla de Calor Urbana (ICU) los modernos centros poblados “registran temperaturas más elevadas que las áreas rurales debido a que las calles, paredes y techos de los edificios y habitaciones reciben la insolación en forma directa durante el día y la emiten hacia la atmósfera, contribuyendo con importantes montos de calor, especialmente en el transcurso de la noche”, ha señalado el académico de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, Hugo Romero. El problema se intensifica porque el cemento no solo absorbe más calor, también reemplaza la vegetación originaria que mitiga las altas temperaturas gracias al efecto sombra y la evapotranspiración de las plantas.
Pero el alza de temperaturas no es todo.
Las inundaciones costeras por el derretimiento de los hielos que hacen aumentar el nivel del mar desplazarían 1.500 millones personas al 2100 (un 20% de la población global), presionando demográficamente otros territorios. Y, según la Organización Mundial de la Salud, “entre 2030 y 2050 el cambio climático causará unas 250.000 defunciones adicionales cada año, debido a la malnutrición, el paludismo, la diarrea y el estrés calórico”.
El nuevo escenario climático requiere medidas drásticas.
Dando lecciones a una quimérica (y ante la gravedad de la crisis, poco responsable) neutralidad periodística, que pone en riesgo al planeta y a la humanidad, en mayo de este año el medio británico The Guardian anunció que erradicará el uso del concepto “calentamiento global” y lo reemplazará por “crisis o emergencia climática”. Y que quienes rechazan la existencia del problema ya no serán “escépticos” sino lisa y llanamente “negacionistas”.
Previamente, a fines de 2018, la BBC ya había enviado un mensaje a sus periodistas y editores, quienes cubrían el tema dando espacio permanente a los que siembran dudas sobre los datos científicos que dan cuenta de la responsabilidad humana en la crisis: “No necesitan a un negacionista para equilibrar el debate”, se señaló en un documento interno.
Fran Unsworth, directora de noticias de la cadena pública británica, aludió en dicha guía a un falso balance: “Para lograr imparcialidad en la cobertura de BBC no tienen que incluir necesariamente negacionistas absolutos del cambio climático, al igual que no es necesario tener a alguien que niegue que el Manchester United ganó 2-0 el pasado sábado. El árbitro (la ciencia) ya dio su veredicto”, expresó en la nota dirigida a los empleados.
Si guiones como Mad Max, de 1979, trascendieron al mostrarnos un mundo post apocalíptico obsesionado por el escaso petróleo, todo apunta a que no será el crudo sino los fenómenos de la naturaleza (temperaturas, sequías, inundaciones) los que volverán al ser humano contra el ser humano.
Las charlas que tuve en las tres ciudades chilenas mencionadas al inicio de estas líneas no son casualidad. Según el Centro UC de Cambio Global, y aludiendo al artículo 4º número 8 de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1992), nuestro país tiene múltiples condiciones que lo dejan en una situación de alta vulnerabilidad: “Áreas de borde costero de baja altura, áreas áridas, semiáridas y de bosques, susceptibilidad a desastres naturales, áreas propensas a sequía y desertificación, zonas urbanas con problemas de contaminación atmosférica y ecosistemas montañosos como las cordilleras de la Costa y de los Andes”.
Las principales actividades socioeconómicas de Chile dependen del clima, en especial de la disponibilidad hídrica. La escasez de agua es una realidad, aunque a estas alturas sabemos que no solo por la crisis global, sino empujada con fiereza por la irresponsable presión que sobre cuencas y territorios imprimen sectores como la minería, la agricultura, las forestales, las corporaciones de energía.
La angustiante pregunta es, entonces, ¿qué podemos hacer?
Aunque no es fácil plantearlo, nociones existen.
Lo primero, por cierto, tomar conciencia de la gravedad de la situación y materializar en nuestra vida cambios que nos conviertan en parte de la solución y no del problema. Algunos de ellos caminar, andar en bicicleta o preferir el transporte público; ahorrar energía en todas sus formas; privilegiar procesos y productos menos intensivos en uso de agua, tanto en forma directa como indirecta (menor huella hídrica); consumir menos carne de origen industrial; reducir y reutilizar al máximo; informarse e informar a los demás.
Porque los cambios no pueden ser solo físicos, también deben involucrar nuestra forma de pensar, de organizarnos. Volver nuestros pasos sobre lo que ocurrió hace 12 mil años, cuando comenzamos a intervenir la naturaleza a nuestro antojo. O, mejor aún, hace 70 mil años, cuando a través del lenguaje, los símbolos, las abstracciones, iniciamos el tránsito para convertirnos en dioses de todo. De todos.
Lo segundo, el ámbito político. Está claro que las modificaciones conductuales personales son fundamentales, pero no hay que perder de vista que los principales responsables del problema son actores de incidencia nacional y global.
De acuerdo al investigador experto en la materia, Richard Heede, desde 1854 al 2010 han sido solo 90 empresas las responsables de dos tercios de las emisiones planetarias. Apoyar las transformaciones institucionales que cambien las reglas del juego que nos tienen en este atolladero y que siguen vigentes, por unas acordes a la superación de la emergencia actual, es fundamental.
Abogar por declarar estados de emergencia climática es otra vía. Así lo han entendido ya en distintas ciudades del planeta desde que un grupo de investigadores, empresarios y líderes australianos lo plantearan en 2016, luego del Acuerdo de París, en una carta abierta al Parlamento de su país. Desde esa fecha han seguido sus pasos ciudades como Sydney, Nueva York y Bonn, entre muchas otras en América, Europa y Asia. A principios de julio de este año, más de 700 municipios del mundo habían adoptado esta medida y, hace pocas semanas, múltiples organizaciones chilenas de la Sociedad Civil por la Acción Climática exigieron al gobierno declarar este estado excepcional.
Y lo tercero, prepararnos para la adaptación. En esto se avanza dependiendo menos de los principales aspectos de la vida que serán más afectados: el transporte basado en combustibles fósiles, propender a la autoproducción y autonomía, avanzando hacia las soberanías alimentaria y energética, desplazarse hacia zonas que serán menos afectadas por el aumento de temperaturas, evitar asentarse en sectores costeros.
Diciembre, a las puertas del verano chileno, será el mes de la 25º versión de la Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP25). Escenario propicio para avanzar en los acuerdos que permitan revertir ese futuro que hoy se ve demasiado inevitable, a la luz de la escasa voluntad mostrada por empresas y gobernantes.
Por ello la discusión estructural se dará, entre varios otros espacios, en dos hitos paralelos a la COP25 oficial de Santiago: la Cumbre Social por la Acción Climática y la Cumbre de los Pueblos, esta última avanzando ya en múltiples encuentros territoriales.
Y en esto, una pregunta de fondo es, entonces, ¿cómo está reaccionando la prensa nacional? ¿Está asumiendo con claridad el rol y desafío que imprime un periodismo responsable? Las libertades de expresión y prensa son fundamentales inventos de la cultura occidental, qué duda cabe. Por eso el foco de este artículo no es su limitación.
Es relevar otra creación que también se ha planteado como puntal de nuestra especie: el sentido de responsabilidad. Una que ya no aguanta el empate, aquel balance ficticio que elude el activismo en los temas urgentes, relevantes[2]. Luchar por la democracia y contra las dictaduras, por la libertad de expresión, son activismos que entendemos como necesarios. Pues bien, salvar al planeta también lo es.
La prensa, los periodistas y comunicadores, no pueden seguir siendo la comparsa que, como los músicos del Titanic, sigue tocando alegremente mientras se incendia el planeta con todos sus habitantes, humanos y no humanos, dentro.
Porque dotándoles de la responsabilidad que realmente tienen en la emergencia climática actual, los líderes que se resisten al cambio son como las sirenas de la Odisea de Homero, que con sus melodiosos cantos (anunciando en este caso un progreso económico que destruye la casa común) atraen a los marinos (nosotros, nosotras) a una muerte segura.
Basta revisar quiénes se oponen a los cambios legislativos para proteger glaciares, recuperar el agua para el bien común, crear un Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas o robustecer la normativa sobre delitos ambientales.
Si el planeta fuera Hamelin, lo principales tomadores de decisiones serían sus flautistas. En el mundo actual, los responsables de su ejecución.
(*) Patricio Segura es periodista. Ha publicado artículos y columnas en diversos medios nacionales y extranjeros, entre los que se incluyen Science Magazine, Nature, CIPER, El Mostrador, Le Monde Diplomatique, El Desconcierto, El Ciudadano y El Divisadero, en las áreas de ciencias, turismo, corrupción, medioambiente y conflictos socioambientales, con énfasis en la Patagonia.
[1] “Sapiens: De animales a dioses”. Yuval Noah Harari, 2011.
[2] “Periodismo cívico: de neutralidades y activismos”. Patricio Segura Ortiz, 2016. En libro “Voces del periodismo”, página 175. LOM Ediciones. Ver en este enlace.